Cuando Emilio me pidió gentilmente que le escribiera un prólogo para estas dos obras, yo que en la orza de la literarura sólo pude robar a hurtadillas cazo y medio del ingenio como el lazarillo al ciego, yo que no me tengo por literato, como por pescador de vivencias…no lo dude un instante, y pensé: si hay que escribir… se escribe, porque escribir pa ná…. Ya se imaginan.
Así que me encomendé a las Musas del Parnaso –como diría nuestro insigne Quevedo y agudicé todo lo que pude mi ingenio para no defraudar ni desmerecer a un hombre que se ha preocupado por Montiel, su cultura y su historia. Un hombre que con su trayectoria y sus desvelos va creando en Montiel y en los que lo leemos su pequeña escuela medieval particular.
En Emilio los géneros literarios se mezclan y combinan, como la realidad y la fantasía, como lo maravilloso y lo mágico, como el verso y la prosa… en su escritura asistimos al espectáculo de la vida misma. Él es un escritor difícilmente encasillable porque –en lo que a géneros se refiere- se decanta por un híbrido: la TRAGICOMEDIA, así es como califica a “Ni quito ni pongo Rey”. Porque en el fondo, Emilio ha heredado ese don de observación que ostentan los grandes historiadores latinos, los cronistas medievales, y algunos manchegos de primera presión en frío sabedores que el mundo es tan sólo un espectro de colores reflejado por nuestra retina al que cada mente le imprime su sello personal. Un mundo en el que el amor y la tragedia tienen sus propias reglas estéticas. Así lo vio Fernando de Rojas en su “Tragicomedia de Calisto y Melibea”, como Emilio lo vio en su Don Pedro al que le asignó también su bruja particular: la insolente Gala de Torres, con tantas reminiscencias de la Trotaconventos del Arcipreste de Hita y de la mismísima Celestina.
“Ni quito ni pongo Rey” trata sobre los últimos días del rey Don Pedro I de Castilla sobre la Tierra, sobre Montiel, porque allí fue asesinado a traición por su hermano Don Enrique de Trastamara un veintitrés de marzo trágico de 1369. El Don Pedro de Emilio –“violento y pasional”- nos descubre sus angustias, tristezas y pesares, sus preocupaciones, sus anhelos de última hora y también sus placeres postreros –el deseo de goce hacia Doña Clara y Rebeca-, vanos subterfugios de evasión frente a una realidad que no sólo no se somete a su medida regia, sino que le anticipa un mundo en descomposición: el canto de cisne de su reinado.
En estos momentos tan dramáticos también hay un lugar para la nostalgia y la ternura cuando Don Pedro evoca en sus delirios oníricos la figura de su esposa:
“¡Cuánto os echo de menos,
mi amada Doña María,
cuán feliz todo sería
si vos pudieseis estar
con nuestras hijas, un día…”
Y no cierra su admiración el rey, queda la entonación suspendida y todo lo embarga un profundo clima de amor familiar del padre y del esposo, de lo más íntimo del HOMBRE, que ahora se reivindica a través del sentimiento frente al MONARCA. En estos versos, tan sencillos, está el mejor de los lirismos como en San Juan de la Cruz. Y así se hace poesía…
El verso de Emilio es el genuino octosílabo español , el verso de nuestros romances épicos –aunque alguna vez flirtea enamorado con algún endecasílabo que asoma tímidamente:
“¡Vivas, gran señor, mil siglos!
A mí me nombráis, ¡mi esposo y señor!”
Versos que sólo puede pronunciar su mujer: Doña María de Padilla.
Sus estrofas son las de Arte Menor: la cuarteta, la redondilla, la quintilla y la sextilla. Con ese tipo de verso Emilio maneja a la perfección su media y corta distancia. Pero ¿cuáles son sus poetas? Pues a lo mejor están en los Cancioneros medievales… es indiscutible el influjo de Zorrilla y Pedro Muñoz Seca –con su Venganza de don Mendo:
“-Alfonso XI:
Hijo, ya me debo ir,
en verdad, lo siento mucho.
-Rey Don Pedro I:
Quizás habré de morir…
¡Sí, es la muerte la que escucho!”
Pero el que está presente en el concepto y en la temática (el amor y la muerte) es sin duda Quevedo, al que Emilio no duda en homenajear con un comienzo de los mejores sonetos de la literatura en lengua española:
“Ya formidable y espantoso suena
Dentro del corazón el postrer día
Y la última hora negra y fría
Se acerca de temor y sombras llena”
En la prosa de Emilio, late el lenguaje de las crónicas medievales del Canciller Don Pedro López de Ayala, del Romancero y de Cervantes (Con ese típico cervantino “engaño a los ojos” del lector que muchas veces no sabe si los fantamas que ve el rey Don pedro en sus pesadillas febriles son reales o no); pero también su prosa es la prosa de las novelas románticas inglesas como el Ivanhoe de Sir Walter Scott: por eso el lenguaje de Emilio no es arcaizante(¡Ojo, que esto lleva pólvora pura!), no suena lejano, todo lo contrario: Emilio nos conecta con el lenguaje medieval, hace que sintonicemos sin esfuerzo con esa época y en eso es un maestro. Aunque el mester que trae “fermoso, non es de juglaria”, tiene las sílabas “bien cuntadas” como diría Gonzalo de Berceo y… ¡A ciencia cierta! porque Emilio ha trabajado e investigado lo suyo para poner ante nuestros ojos un plato elaborado con riquísimos manjares que el lector digiere con deleite y fruición. Emilio, el geómetra, el pedagogo, ha encontrado su palanca de Arquímedes para conectar el mundo medieval y el moderno: por eso –no me canso de repetirlo-, su obra se lee tan bien. Ayuda mucho el estilo de nuestro estoico más notable, frente a una prosa larga y ampulosa, ciceroniana, Emilio se queda con Lucio Anneo Séneca: más directo y conciso. “¿Cómo os habéis quedao?-Regularcico lo del ojo… ¡PERO ES QUE HAY MÁS!
Porque es que resulta que Emilio se ha empleado con “disciplina clericalis”, con todo el rigor del monje medieval, para sin descuidar su oficio y en horas robadas a la familia y a los amigos podernos presentar una completa visión histórica del convulso siglo decimo cuarto de nuestras letras. La labor ha sido árdua pero ha merecido la pena el galardón. Los lectores que sólo contamos con tiempo comprimido para leer “Historias de la literatura… ¡Mu rápidas!” le agradecemos de buen grado a Emilio sus desvelos y sus horas de vigilia por entregarnos, con esa generosidad impagable que tienen los grandes, estos buenos ratos de disfrute y verdadera fruición estética que recibimos con la lectura de sus juguetes tragicómicos. Y todo ello con el sello inconfundible y denominación de origen de “MONTIEL DE PURA CEPA”.l